Años después el sentimiento se repetiría cada domingo, en esa casa de techos altos con una sala vieja llena de chillones y "feos" murciélagos. La casa que vio crecer a Josefito y a mí junto a él, la misma de la que me marché hace diez años. Toda una mañana a solas para "perder el tiempo", para olvidar las pequeñas responsabilidades asignadas por mi mamá -que haría corriendo una hora antes de su llegada-.
Pero ya conocía la sensación mucho antes del "día de la libertad". Llegó por sorpresa sentada en uno de los mojones de cemento del árbol de uvas de la casa de la nona, metida de cabeza en una "historia sagrada". No estaba haciendo ruido o pidiendo cosas, y estaba ahí, a merced de cualquier mirada, condición perfecta para pasar desapercibida. Libro y yo la conocimos, se llamaba soledad, y vino siempre acompañada de esa alucinante sensación, la del domingo, la del sábado "libertario".
También se coló por debajo de la puerta del cuarto de mis "chécheres" en la casa de Pueblo Nuevo, en varias de esas mañanas encerrada devorando las revistas viejas de La Pequeña Lulú. Por supuesto estuvo ahí en las tardes calurosas de esa misma casa, resguardándome del bochorno bajo el guanábano del patio. Nunca más tuve un patio con frutales, así que por qué no recordarlo, ¿cómo una casa fea podía ser tan bonita? La magia de un guanábano, un naranjo y un patio.
No fue la excepción el cuarto de Santa Teresita. Hasta allá llegó la condenada muchos años después. Sentada frente al escritorio del Rivas que aun conservo por pura nostalgia. Ventana abierta, casa limpia, tinto caliente y paquete de fotocopias pendientes para las clases de la semana. Otra grandiosa casa fea. Otra yo en mi habitación propia.
Ahora llega junto a cada libro, muchas tardes, muchas noches, muchos domingos, en muchos lugares. Habrá que atender a la condenada. Tinto, té, cobija o postre. Que no se me olvide que ha estado en las buenas... y en las malas.
Provoca un día libertario. Salir a comer helado sola. Lindo escrito MaE.
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