martes, 3 de junio de 2014

Recuerdos para un adios

Lejos estoy de creer que todo tiempo pasado fue mejor. No obstante, los adioses definitivos en muchas ocasiones se convierten en una oportunidad para hacer un “homenaje al recuerdo…”. Eso somos los seres humanos, nada más que recuerdos, trozos de historias remendadas sin mucho cuidado. Hoy ese homenaje es para mi abuela y mi abuelo, Consuelo y Francisco, nonita y nonito. El propósito de este escrito no es extenderme en halagos a los rasgos de su personalidad o eventos loables de los que hayan sido partícipes, en esta ocasión quisiera dedicarle algunas palabras a los recuerdos que me evocan sus nombres, al entorno que puedo reconstruir con su presencia en mi pasado.

Hace alrededor de un mes mi abuelo enfermó. Al ingresar al hospital, su ropa y las pertenencias que traía consigo fueron entregadas a sus familiares. En manos de Esperanza, mi mamá, quedó su libreta de apuntes. Leerla fue la oportunidad de tener una de mis experiencias de mayor cercanía con él, teniendo en cuenta que siempre fui más próxima a mi abuela. En esa libreta el nonito Pacho había registrado durante los últimos años las fechas y nombres que quería conservar para sí y que quizás ya no le era posible fijar en el recuerdo. “Alejandra, hija de Edgar, vive con Esperanza”, “Juan José, hijo de Marcela”. Nombres de primos, primas, tías políticas, lugares, fechas de nacimiento, números, se convertían en la evidencia de una de las últimas luchas que dio el abuelo en silencio: La de no olvidar. Se le veía entero y bastante lúcido, de manera que jamás hubiese pensado que se aferraba a su libreta para dotar de sentido sus días, para mantener sus recuerdos consigo.

Siempre había creído que los cuadernos con fechas y nombres eran rasgo distintivo de la nonita: esos en los que registraba más de cuarenta cumpleaños, entre los natalicios de sus doce hijos e hijas y sus más de treinta nietas, nietos y biznietos. Mi única asociación entre mi abuelo y la escritura, hasta ese momento,  era el recuerdo de la primera vez en que leí –o por lo menos de la vez en que mi mamá se dio cuenta de que yo ya sabía leer-: Recité en voz alta y “sin cancanear” el letrero que el nono había hecho para evitar que las y los visitantes tomasen los frutos sin madurar del frondoso árbol de uvas que yacía en el patio central. Y digo yacía porque el árbol decidió caer antier, en el primer día de velorio de mi abuelo, como el augurio del fin de un ciclo de cuyo recuerdo me ocupo aquí. 

Mi homenaje de hoy tiene que ver con esa libreta, ese árbol y lo que esos dos fallecimientos significan para mí, aunque separados entre sí por cuatro años y diez días, y más allá del dolor, las lágrimas y ausencias que suponen para mi familia. Los recuerdos de mi abuelo y abuela siempre estarán asociados a esa casa gigante, con patio central y trasero, más de ocho cuartos y un solar de media manzana. Bueno, más que a la casa, a los significados que le otorgo a su imagen: la casa puede remodelarse, venderse, desaparecer, pero la idea de un lugar siempre transitado, con visitantes frecuentes, cocina y corredores charlados, es lo que me cautiva.

Una piensa que las ideas “progre” e innovadoras siempre le vienen de otros lugares, pero cuando le pone un poquito más de atención a la remendada de recuerdos, o en ciertos momentos liminales, como este, le encuentra una que otra raíz a sus sueños. Extraña raíz, debo decir. Quien diría, pero mi familia, conservadora y “tradicionalista”, me legó una de las utopías de bienestar y “contentura” a las que acudo con mayor frecuencia cuando pretendo escapar de ideales “parejiles” y amores románticos: la de vivir en una especie de vecindad, espacio grande y transitado, con visitas siempre bienvenidas para el tinto y la charla. Y es que durante mi infancia en esa casa nunca faltó con quien charlar la tarde, sacar silla a la puerta, tomar café y pasar el calor.

Eso es el recuerdo, la capacidad de sacar lo que de cada historia le conviene a la vida propia, la posibilidad de arrebatarle a la carrera de la existencia, que se obsesiona por quitarle maravilla a lo cotidiano, trozos de sentido; ese sentido que mi abuelo recuperaba día a día en su libreta. Y desde el recuerdo afirmo mis quereres: deseo una existencia transitada por muchas voces, tardes de onces, visitas y charlas, una vida que acoja y no apegue ni dependa, como esas visitas que volvían por cuenta propia o jamás regresaban a la casa, de buena parte de las cuales se hablaba con afecto en las tardes de calor en las que llegaban nuevos visitantes.

Consuelo y Francisco, que la energía transitada con la que llenaron de sentido esa casa grande acompañe mi existencia.