Lejos estoy de creer que todo
tiempo pasado fue mejor. No obstante, los adioses definitivos en muchas ocasiones
se convierten en una oportunidad para hacer un “homenaje al recuerdo…”. Eso somos los seres humanos, nada más que recuerdos, trozos de historias remendadas
sin mucho cuidado. Hoy ese homenaje es para mi abuela y mi abuelo, Consuelo y
Francisco, nonita y nonito. El propósito de este escrito no es extenderme en
halagos a los rasgos de su personalidad o eventos loables de los que hayan sido
partícipes, en esta ocasión quisiera dedicarle algunas palabras a los recuerdos
que me evocan sus nombres, al entorno que puedo reconstruir con su presencia en
mi pasado.
Hace alrededor de un mes mi
abuelo enfermó. Al ingresar al hospital, su ropa y las pertenencias que traía
consigo fueron entregadas a sus familiares. En manos de Esperanza, mi mamá,
quedó su libreta de apuntes. Leerla fue la oportunidad de tener una de mis experiencias de mayor cercanía con él, teniendo en cuenta que siempre fui más próxima a mi abuela.
En esa libreta el nonito Pacho había registrado durante los últimos años las
fechas y nombres que quería conservar para sí y que quizás ya no le era posible
fijar en el recuerdo. “Alejandra, hija de Edgar, vive con Esperanza”, “Juan
José, hijo de Marcela”. Nombres de primos, primas, tías políticas, lugares, fechas
de nacimiento, números, se convertían en la evidencia de una de las últimas
luchas que dio el abuelo en silencio: La de no olvidar. Se le veía entero y
bastante lúcido, de manera que jamás hubiese pensado que se aferraba a su
libreta para dotar de sentido sus días, para mantener sus recuerdos consigo.
Siempre había creído que los
cuadernos con fechas y nombres eran rasgo distintivo de la nonita: esos en los
que registraba más de cuarenta cumpleaños, entre los natalicios de sus doce
hijos e hijas y sus más de treinta nietas, nietos y biznietos. Mi única
asociación entre mi abuelo y la escritura, hasta ese momento, era el recuerdo de la primera vez en que leí –o por
lo menos de la vez en que mi mamá se dio cuenta de que yo ya sabía leer-: Recité
en voz alta y “sin cancanear” el letrero que el nono había hecho para evitar
que las y los visitantes tomasen los frutos sin madurar del frondoso árbol de
uvas que yacía en el patio central. Y digo yacía porque el árbol decidió caer
antier, en el primer día de velorio de mi abuelo, como el augurio del fin de un ciclo de cuyo recuerdo me ocupo aquí.
Mi homenaje de hoy tiene que ver
con esa libreta, ese árbol y lo que esos dos fallecimientos significan para mí,
aunque separados entre sí por cuatro años y diez días, y más allá del dolor,
las lágrimas y ausencias que suponen para mi familia. Los recuerdos de mi
abuelo y abuela siempre estarán asociados a esa casa gigante, con patio central
y trasero, más de ocho cuartos y un solar de media manzana. Bueno, más que a la
casa, a los significados que le otorgo a su imagen: la casa puede remodelarse, venderse,
desaparecer, pero la idea de un lugar siempre transitado, con visitantes frecuentes,
cocina y corredores charlados, es lo que me cautiva.
Una piensa que las ideas “progre”
e innovadoras siempre le vienen de otros lugares, pero cuando le pone un
poquito más de atención a la remendada de recuerdos, o en ciertos momentos
liminales, como este, le encuentra una que otra raíz a sus sueños. Extraña
raíz, debo decir. Quien diría, pero mi familia, conservadora y “tradicionalista”,
me legó una de las utopías de bienestar y “contentura” a las que acudo con
mayor frecuencia cuando pretendo escapar de ideales “parejiles” y amores
románticos: la de vivir en una especie de vecindad, espacio grande y
transitado, con visitas siempre bienvenidas para el tinto y la charla. Y es que
durante mi infancia en esa casa nunca faltó con quien charlar la tarde, sacar
silla a la puerta, tomar café y pasar el calor.
Eso es el recuerdo, la capacidad de
sacar lo que de cada historia le conviene a la vida propia, la posibilidad
de arrebatarle a la carrera de la existencia, que se obsesiona por quitarle maravilla
a lo cotidiano, trozos de sentido; ese sentido que mi abuelo recuperaba día a día en su libreta. Y desde el recuerdo afirmo mis quereres:
deseo una existencia transitada por muchas voces, tardes de onces, visitas y charlas,
una vida que acoja y no apegue ni dependa, como esas visitas que volvían por
cuenta propia o jamás regresaban a la casa, de buena parte de las cuales se hablaba
con afecto en las tardes de calor en las que llegaban nuevos visitantes.