domingo, 28 de septiembre de 2014

Nosotras parimos, Nosotras decidimos. 28 de septiembre, día internacional por la despenalización del aborto



Ambas teníamos catorce años. Siempre la admiré [la admiro]. Frentera, “sin pelos en la lengua”, con la fuerza suficiente para ir en contravía de esas imposiciones familiares con las que se pretendía hacer de nosotras “niñas buenas”, “de mostrar”, sexualmente pudorosas y obedientes. A ella ese papel no le quedaba. Como dignas hijas de la clase media [medio venida a menos], se esperaba de nosotras casi lo mismo que de nuestras abuelas, pero un poquito después, con título universitario y menos prole.

No importa cuánto se empeñen nuestras familias en decir lo contrario [con el pasar de los años se les nota menos el empeño]: Estábamos siendo preparadas para ser esposas dignas, que debían pasar por noviazgos provincianos respetables, bajo la supervisión familiar y social. Así las cosas, andaríamos con adolescentes enclenques u hombres solo un poco mayores que nosotras, lo suficientemente adecuados a los ojos de nuestras familias como para asistir a nuestras ridículas fiestas de quince. Ni llegar a pensar en que nuestro gusto se “desviara” de los muchachitos.

Pues bien, ella decidió que ese no era su estilo, así que a los catorce me contó con “pelos y señales” sus primeros encuentros sexuales con uno de esos adolescentes enclenques. No obstante, la “valentía” no compensa la carga de la desinformación, las acuciosas censuras y los contradictorios mensajes cotidianos. No habían pasado tres meses cuando un día me llamó: “Maria, no me llega… ya van veinte días y no me llega”. Yo igual de desinformada y siempre más asustadiza, ni siquiera supe que decirle. 

Por fortuna siempre en "el combo" hay otras con un poco más de información [obtenida a medias], a la que se le da uso cuando no hay más remedio. Ella misma, con mi compañía telefónica, que de poco o nada servía, lo fue resolviendo. Ahora sé que las “pepas” esas carísimas de “cytotec” que nos demandaron varias llamadas ideándonos de dónde sacar para comprarlas, no son otra cosa que misoprostol, uno de los medicamentos de mayor empleo para llevar a cabo interrupciones seguras antes de la semana doce. Estábamos muertas del miedo y la incertidumbre. Le agradezco a su amiga que no se le hubiese ocurrido llevarla a cualquier “runcho” con sillas de heladería de tierra caliente, en el que vaya a saber en manos de quién y cómo se hiciera un legrado, o que quizás se hubiese inventado su propio método. Otra habría sido la historia.

Otra habría sido también la historia si hubiese estado en el porcentaje de complicaciones de las interrupciones con pastillas. ¿A quién le habría preguntado?, ¿a mí?, ¿la habría ayudado su medio informada amiga?, ¿el miedo la habría dejado ir a cualquier centro de salud a terminar lo mal empezado? También el rumbo hubiese sido otro de no haber podido hacerlo. Aquí intervendrá con tono aleccionador algún lector “pues hay muchas que asumen con valentía esa nueva vida y salen adelante”. Las admiro y felicito, este no era el caso y no tenía por qué serlo. Aun hoy, once años después, mi amiga no se imagina madre y nadie tiene por qué asumir lo que no quiere. Estoy segura de que otra sería la historia de esta tierra de estar habitada por seres producto del pleno deseo y la determinación.

Uno no se va a abortar dando brincos sonrientes. Incluso aquella cuya personalidad llegue a coincidir con la actitud estoica que muchos atribuyen a las “pecaminosas irresponsables” que abortamos, se retuerce del cólico que produce el misoprostol, o del dolor físico y la temerosa sensación de estar en quirófano, improvisado o no, haciéndose un legrado. Y ni hablar de la soledad con la que se asumen esos escenarios secretos a mil voces, que solo pasan por nuestros cuerpos de mujeres, por más “acompañadas” que podamos estar.

Historias hay muchas, la que me atrevo a contar es a mil leguas una de las más afortunadas, ¿acaso todas las "peladitas" de 14 años obtienen con facilidad la plata del misoprostol y la información adecuada?, ¿acaso todas lo han hecho con el adolescente enclenque? No, también están las que sobreviven a experiencias de violencia y ultrajo, muchas veces infligidas por machos con sus mismos genes, que lo último que quisieran es asumir una maternidad forzada por esta situación. También están las que después de una determinación planeada y deseosa reciben la noticia de que ese ser que esperan tiene malformaciones incompatibles con la vida extrauterina, o pone en grave riesgo su salud.

También están las que cayeron en el margen de falla de la píldora, la inyección, el DIU, se les rompió el condón o “la cagaron”, como la “cagan” los machos a los que poco "les caen" cuando salen corriendo. Como “la cagan” los hijos sanos del patriarcado que creen que nuestros cuerpos les pertenecen y que frente a su violencia no nos queda más que la “resignación”. Como “la cagan” las familias y la sociedad creyendo que las ganas se matan con refranes pacatos, información a medias y prohibiciones ridículas. Como “la caga” cada funcionario o funcionaria de un servicio de salud que desconoce el significado del término “laico” y las implicaciones de trabajar para un Estado que se supone que lo es.  

A mí lo último que me interesa entrar a cuestionar es el deseo o las creencias de otras mujeres. En otros episodios de mi vida también he estado ahí para amigas, primas y casi hermanas que han decidido continuar con un embarazo. He celebrado la vida deseada o asumida, he acompañado los miedos, los cambios o incluso el dolor… y también la felicidad. Mi postura frente al aborto está lejos de ser una diatriba en contra de la maternidad: es una postura férrea en contra de que nos la impongan, de que nos arrebaten nuestra capacidad de decidir sobre nuestros cuerpos y existencia, de que se nieguen a entender que somos mucho más que máquinas productoras de fetos y niños, proveedoras sempiternas de cuidado y de trabajo mal remunerado o sin pago.

Nunca estaría dispuesta a cuestionar la decisión de aquella que basada en sus creencias se niegue a un procedimiento para interrumpir un embarazo. Tampoco de la que presa del miedo decida darle continuidad. Mucho menos de la que en el camino lo contempló como una opción feliz y viable, sin importar la situación. Me aterra que este mundo exija algo a la que se ve conminada a abortar para no ser despedida de su trabajo. Yo no tengo una religión y no tengo por qué acogerme a las ajenas. Espero entonces que no se cuestionen mis decisiones y que no se limite la posibilidad de otras para decidir y poder hacerlo con una oferta segura y respetuosa. Porque el dilema de la vida no se reduce a si parimos o no, sino a las condiciones que nos da el mundo para vivir con dignidad y disfrute.

Por fortuna nunca he tenido que enfrentarme a una fila o trámites innecesarios en una EPS para autorizar píldoras o cualquier otro método que por demás me genere mareos, jaquecas, cambios en mi cuerpo. Puedo comprar condones a mi antojo y estar en posición de decidir cuándo exijo su uso (o los uso). Si algo me fallara o yo “la cagara”, y así lo decidiera, tendría dónde y cómo abortar de manera segura y “discreta” [aunque la discreción sea lo que menos me importe]. Bastarían unos 400.000 pesos, la compañía de alguna amiga, familiar o pareja y unos días de reposo. Lo que pasa es que en este país no todas tienen ese privilegio.  ¿Cuáles son las vidas que nos importan entonces? Que no nos exija nada un mundo que nos asesina y nos deja morir por el hecho de ser mujeres.


lunes, 22 de septiembre de 2014

Que cada noche traiga su magia

Una perfecta desconocida escribe una entrada de blog. No piensa mucho en ser leída, apenas si diez personas la siguen. Escribe sobre la felicidad, se niega con obstinación a la condena de buscarla. Llora escribiendo la entrada, la verdad sea dicha, llora mucho por esa época. Porque llueve, porque hace sol, porque odia su trabajo (aunque su trabajo no tenga nada que ver), porque no se siente a gusto, porque quiere salir corriendo, porque es ridículo seguir llorando sin que la causa "valga la pena". Siempre ha llorado, solo que ahora está como crecidita para andar por ahí esperando consuelo. Entonces, aferrada al primer cuento que se le atraviesa en una tarde lacrimosa, recicla un par de párrafos olvidados y echa andar las palabras.

No le queda más remedio. Lo que escribe no tiene sentido. Nada lo tiene. A esa conclusión llegó  gracias a la compañía de otra llorona, también desconocida, con la que salía de clase todas las mañanas, a mojar de lágrimas el "pan de chocolata" del italiano "malacaroso".

Nada más iba a pasar por esa época, la del llanto, del "pan de chocolata", del fallido intento de estudiar inglés a la madrugada. Y ahora no es que pase mucho, solo que por fin entiende que de eso se trata, que la vida es eso que pasa todos los días sin que se le preste mayor cuidado. La misma linda loca llorona le ayudó a masticarlo. Ese lunes compraron boletas para "L'Effet de Serge", una supuesta tragedia de poco diálogo, escenario absurdo, escasos gestos, no más historia que la de un hombre que vive entre una mesa de pin pong y unos pocos muebles, sin mayores alteraciones, esperando la llegada de cada sábado, día en el que prepara y presenta un show para sus amistades "cercanas". Serge entiende que nada va a pasar, entonces vive para ese show, todo él, sin mayor euforia.

Tal como Serge, la perfecta desconocida ama los sábados. Este último decidió caminar por ahí con una de sus locas favoritas, la de la sonrisa bonita, que aquí llamaremos la teatrera. Almuerzo, café, charla, risas. "Hay que seguir escribiendo", le dijo la teatrera, señalando todas las cosas que han ido dejando abandonadas por ahí  [cursos de inglés, blogs, caminatas de mañana].  Con la promesa de ese largo viaje juntas se despiden. No pasó nada ese sábado, que importa si nada pasa cuando se tienen ratos de risa con la hermosa teatrera.

Aún aferrada a su amor por el aire sabatino y sin espantar la desconfianza que le genera la felicidad, la perfecta desconocida se puso cita el domingo con esa feliz clandestina a la que no veía hace más de un año. Una vez más conectaron, como siempre, ¿qué hacen por ahí desparramados como zombies tantos seres con sensaciones de tal afinidad? Bueno, pues esa amiga fue una de las lectoras de la entrada hecha en la época aquella. Alimentada por la contentura puesta allí como modus vivendi, la feliz clandestina tomó fuerzas, se prometió a sí misma retornar al rinconcito de escritura aquel que había abandonado [y que tanto impulsó a la perfecta desconocida a perderle miedo al ejercicio], junto con sus dibujos y las canciones en portugués que tarareaba en las tardes de costura. También salió de uno que otro enredo, pero esa es ya otra historia, mucho más poderosa, tanto como ella.

Por esta noche a la perfecta desconocida se le antoja irse a la cama con una sonrisa. Después de todo, aun tiene cosas por contar de esos meses en los que nada pasaba. Se le burló en su cara a la bestia.





sábado, 16 de agosto de 2014

Notas de limpieza

EN AQUELLOS AÑOS
En aquellos años, dirán las gentes, perdimos el rastro
del significado de nosotros, de ustedes
hasta encontrarnos
reducidos a yo
y todo ese asunto se tornó
estúpido, irónico, terrible:
intentábamos vivir una vida personal
y, cierto, aquella fue la única vida
de la que podíamos dar testimonio
Pero los grandes pájaros oscuros de la historia gritaron y se
sumergieron
en nuestro clima personal
Fueron decapitados en alguna otra parte pero sus picos y alas
se movieron
a lo largo de la costa, a través de jirones de niebla
donde permanecíamos, diciendo yo

Adrienne Rich


¿Soy la que subrayó esas viejas fotocopias de universidad?, ¿la de los apuntes en las libretas medio rotas y abandonadas en algún lugar de la biblioteca?, ¿o la que leyó las copias y libros que hoy ni siquiera recuerda haber leído?, ¿soy la de la hoja de vida?, ¿la "referente" de algo?, ¿la del enfoque?, ¿la de las fotos del álbum familiar?,  ¿la que escribía ensayos?

¿O acaso soy la destinataria de aquella carta dejada junto a una milhoja algunos años atrás?, ¿la "señora" a la que va dirigida la comunicación bancaria?, ¿la antropóloga?, ¿o a la que le regalaron con mensaje de amor la novela aquella de Beauvoir [que paradójicamente analiza la perfidia amorosa]?, ¿la de los sueños?, ¿la que se irá a algún lugar?, ¿la de las fotos de viaje?, ¿la de los correos?, ¿la de las actas?, ¿la que se levanta a caminar por las mañanas?

En días como hoy más vale ser la que toma café, limpia la biblioteca, rompe papeles en desuso y re-ordena los que quizás puedan ser retomados, vaya a saber la vida en qué... nada más que eso, un instante a la vez

martes, 3 de junio de 2014

Recuerdos para un adios

Lejos estoy de creer que todo tiempo pasado fue mejor. No obstante, los adioses definitivos en muchas ocasiones se convierten en una oportunidad para hacer un “homenaje al recuerdo…”. Eso somos los seres humanos, nada más que recuerdos, trozos de historias remendadas sin mucho cuidado. Hoy ese homenaje es para mi abuela y mi abuelo, Consuelo y Francisco, nonita y nonito. El propósito de este escrito no es extenderme en halagos a los rasgos de su personalidad o eventos loables de los que hayan sido partícipes, en esta ocasión quisiera dedicarle algunas palabras a los recuerdos que me evocan sus nombres, al entorno que puedo reconstruir con su presencia en mi pasado.

Hace alrededor de un mes mi abuelo enfermó. Al ingresar al hospital, su ropa y las pertenencias que traía consigo fueron entregadas a sus familiares. En manos de Esperanza, mi mamá, quedó su libreta de apuntes. Leerla fue la oportunidad de tener una de mis experiencias de mayor cercanía con él, teniendo en cuenta que siempre fui más próxima a mi abuela. En esa libreta el nonito Pacho había registrado durante los últimos años las fechas y nombres que quería conservar para sí y que quizás ya no le era posible fijar en el recuerdo. “Alejandra, hija de Edgar, vive con Esperanza”, “Juan José, hijo de Marcela”. Nombres de primos, primas, tías políticas, lugares, fechas de nacimiento, números, se convertían en la evidencia de una de las últimas luchas que dio el abuelo en silencio: La de no olvidar. Se le veía entero y bastante lúcido, de manera que jamás hubiese pensado que se aferraba a su libreta para dotar de sentido sus días, para mantener sus recuerdos consigo.

Siempre había creído que los cuadernos con fechas y nombres eran rasgo distintivo de la nonita: esos en los que registraba más de cuarenta cumpleaños, entre los natalicios de sus doce hijos e hijas y sus más de treinta nietas, nietos y biznietos. Mi única asociación entre mi abuelo y la escritura, hasta ese momento,  era el recuerdo de la primera vez en que leí –o por lo menos de la vez en que mi mamá se dio cuenta de que yo ya sabía leer-: Recité en voz alta y “sin cancanear” el letrero que el nono había hecho para evitar que las y los visitantes tomasen los frutos sin madurar del frondoso árbol de uvas que yacía en el patio central. Y digo yacía porque el árbol decidió caer antier, en el primer día de velorio de mi abuelo, como el augurio del fin de un ciclo de cuyo recuerdo me ocupo aquí. 

Mi homenaje de hoy tiene que ver con esa libreta, ese árbol y lo que esos dos fallecimientos significan para mí, aunque separados entre sí por cuatro años y diez días, y más allá del dolor, las lágrimas y ausencias que suponen para mi familia. Los recuerdos de mi abuelo y abuela siempre estarán asociados a esa casa gigante, con patio central y trasero, más de ocho cuartos y un solar de media manzana. Bueno, más que a la casa, a los significados que le otorgo a su imagen: la casa puede remodelarse, venderse, desaparecer, pero la idea de un lugar siempre transitado, con visitantes frecuentes, cocina y corredores charlados, es lo que me cautiva.

Una piensa que las ideas “progre” e innovadoras siempre le vienen de otros lugares, pero cuando le pone un poquito más de atención a la remendada de recuerdos, o en ciertos momentos liminales, como este, le encuentra una que otra raíz a sus sueños. Extraña raíz, debo decir. Quien diría, pero mi familia, conservadora y “tradicionalista”, me legó una de las utopías de bienestar y “contentura” a las que acudo con mayor frecuencia cuando pretendo escapar de ideales “parejiles” y amores románticos: la de vivir en una especie de vecindad, espacio grande y transitado, con visitas siempre bienvenidas para el tinto y la charla. Y es que durante mi infancia en esa casa nunca faltó con quien charlar la tarde, sacar silla a la puerta, tomar café y pasar el calor.

Eso es el recuerdo, la capacidad de sacar lo que de cada historia le conviene a la vida propia, la posibilidad de arrebatarle a la carrera de la existencia, que se obsesiona por quitarle maravilla a lo cotidiano, trozos de sentido; ese sentido que mi abuelo recuperaba día a día en su libreta. Y desde el recuerdo afirmo mis quereres: deseo una existencia transitada por muchas voces, tardes de onces, visitas y charlas, una vida que acoja y no apegue ni dependa, como esas visitas que volvían por cuenta propia o jamás regresaban a la casa, de buena parte de las cuales se hablaba con afecto en las tardes de calor en las que llegaban nuevos visitantes.

Consuelo y Francisco, que la energía transitada con la que llenaron de sentido esa casa grande acompañe mi existencia.

jueves, 22 de mayo de 2014

Conocidas sensaciones...

"Estaba de acuerdo en que hacía algo de calor, y como afuera no hacía demasiado frío, abrí la ventana. Daba al jardín  de atrás y a un bosquecillo, y me quedé de pie un rato escuchando el suave rumor de la lluvia. Tal vez fuera esa la razón, la suave lluvia y el silencio, lo cierto es que ocurrió lo que ocurre de vez en cuando: se te viene encima un gran vacío, es como si la misma falta de sentido de la existencia se te metiera y se extendiera como un inmenso y desnudo paisaje" (El Comodín. Kjell Askildsen)


martes, 20 de mayo de 2014

Un no a la felicidad cómplice

De repente, en ese trozo de Lispector, como otra de las tantas veces en las que me hallo en sus textos, me encuentro con una descripción de eso que nos han enseñado frente al "amor y la felicidad" -"modo mujer"-: Así era aquella calmada mujer de treinta y dos años que nunca hablaba desatinos, como si hubiera vivido siempre. Las relaciones entre ambos eran tan tranquilas. A veces él trataba de humillarla (…) ¿por qué le hacía falta humillarla? No obstante, él sabía muy bien que ella sólo sería de un hombre mientras fuera orgullosa. Pero se había habituado a volverla femenina de ese modo: la humillaba con ternura, y luego ella sonreía ¿sin rencor? Tal vez de todo eso hubieran nacido sus relaciones pacíficas y aquellas conversaciones en voz tranquila que hacían la atmósfera de hogar para el niño (Lazos de Familia. 1960)

Humilladas con ternura, así nos han arrebatado cada esbozo de resistencia, cada parte de nuestros cuerpos e ideas, a cambio de "la felicidad". Ocasionalmente puedes disentir, pero con mesura, que "ser radical" te "afea". Lo mío por años fue la obediencia y la adaptación: garantía de días tranquilos, de noches sin insomnio, de juicios benévolos y sonrisas de aprobación. Que en el pasado queden esos días conformes y "felices", en la medida en que se nos demanda a nosotras serlo -sonrientes, pacientes, atractivas, dispuestas e inteligentes, cuando esto resulte recreativo para el auditorio-.

Si hoy me preguntan qué me evoca la palabra felicidad, podría recordar las láminas de cartilla de primaria en las que la letra M va acompañada de la imagen de "una mamá" [¿mujer?] que hornea pasteles. La palabra felicidad me genera desconfianza, más aún, a sabiendas de que en este país somos tan felices. Me niego a ser feliz si la felicidad es callar y sonreír, "ser buena" para ir al cielo o agradar, dependiendo de la creencia.  Yo estoy contenta a veces, cuando río a carcajadas en tardes de amistades, en mis vacaciones de tierra caliente, en las noches en las que termino a tiempo una tarea, cuando veo una película, cuando "guasapeo" historias cómplices con alguna amiga querida, al leer un buen libro o un cuento inspirador, al despertarme después de una noche de sueño reparador, en el primer sorbo de café por la mañana, cuando consigo silla para un trayecto largo en bus urbano o Transmilenio, los sábados soleados... y ahí no acaba

Después de revisar la lista puedo percatarme de que la sensación no es "tan ocasional", el problema es haber estado ocupada buscando la felicidad, o arañando el recuerdo para comprobar que "sí he sido feliz". La felicidad ha sido la cómplice de buena parte de nuestra inconsciencia, de la repetición de errores, de nuestros apegos y dependencias, de la auto-censura, de la creatividad cotidiana mutilada. Yo no quiero ser feliz, quiero tener muchos instantes de "contentura", mientras también resulto incómoda, incluso cuando me permito estar triste como una posibilidad de permanecer dispuesta y atenta a mi propia vida. Porque la tristeza ocasional también es vía para ser y cambiar, no repetir, permitirse, sanar sin olvido. Porque la tristeza puede resultar tan útil como el insomnio esporádico: "La única noche, dijo alguien, es la del desvelo, la noche pasada en blanco. No se guarda memoria de las noches dormidas" (Héctor Abad Faciolince. Tratado de Culinaria para Mujeres Tristes. 1997).

Y aquí me siento una vez más afín a Lispector, pues la supuesta “infelicidad” me mantiene viva, auto-maleable y reflexiva. Me hace carne el feminismo. Me llevo mejor consigo misma cuando estoy infeliz, hay un encuentro cuando me siento feliz me parece que soy otra. Aunque otra de la misma. Otra extrañamente alegre, radiante, levemente infeliz es más fácil (Clarice Lispector. Soplo de vida. 1978). Es una posibilidad andar por el mundo dejándome sorprender, que cada día traiga lo suyo y me saque una sonrisa o una lágrima, ¡por qué carajos tengo que andar buscando la felicidad si tengo a la casualidad como mi aliada! Bellas las casualidades que están ahí para darnos un soplo de vida

jueves, 3 de abril de 2014

II. De mujeres y rancheras

"Uno es una trayectoria que erra tratando de recoger las migajas de lo que un día fueron nuestras fuerzas, dejadas por allí de la manera más vil, quien sabe en dónde, o recomendadas (y nunca más volver por ellas) a quien no merecía tenerlas. La música es la labor de un espíritu generoso que (con esfuerzo o no) reúne nuestras fuerzas primitivas y nos las ofrece, no para que las recobremos: para dejar constancia de que allí todavía andan, las pobrecitas, y yo les hago falta. Yo soy la fragmentación. La música es cada uno de esos pedacitos que antes tuve en mí y los fui desprendiendo al azar" (Viva la música. Andrés Caicedo)

Poco puedo hablar de intérpretes, personajes de la composición, me rajo en "oído musical" (distinción de instrumentos y calidad de su interpretación, seguir una clave o un compás), pero esta definición me conecta sin duda alguna con el tema. Tengo unas cuantas canciones para cada uno de esos que decidí, de manera consciente o no, convertir en hitos de este par y algo más de décadas de las que tengo memoria.

Crecí en cálidas tierras nortesantandereanas, en Sardinata, para ser más precisa. Más de una década allí transcurrió en una casa cerca al centro del pueblo, justo al pie de una cantina. Pasé mis mañanas de domingo y mis tardes de tareas escuchando música "de carrilera", de manera que los corridos y las rancheras de distintos tipos ambientaron mi llegada a la adolescencia. En aquella época me resultaba "vergonzoso" admitir que no solo me había habituado a estas rolas, sino que muchas llegaron a fascinarme.  Por fortuna superé la ridícula y precaria vergüenza, haciéndome más afín a las voces de esas mujeres que interpretaban los temas otrora escuchados en la cantina "de al lado", la mayor de las veces en "voces masculinas". Llenarme de sus tonos roncos, cantando para esos escenarios agrestes, dándole un golpe a la idea de "la buena mujer", me apasionó.

Quisiera hablar entonces de la doña, Chavela Vargas. "Tómate esta botella conmigo y en el último trago nos vamos", verso antes escuchado en la voz de José Alfredo Jimenez, ahora tenía otro sentido, movía otra parte de mí: la de la mujer admirada por todas esas que se negaron a la obediencia eterna y la sumisión. Mi admiración nacía en lo que quería ser y [se] me había negado, no solo por tener mala voz: usé buena parte de mi vida siendo una "buena mujer", "estudiosa", "sin dar nada que decir", "bien portada", obediente de las normas, reforzada, entre otras tantas cosas, por toneladas de pop [malo y enamorado] en la adolescencia, esa en la que me daba pena admitir mi gusto por José Alfredito.

Bueno Chavelita, tus canciones son esos pedacitos que antes tuve en mí y los fui desprendiendo al azar. Ahora amenizo con tus temas mis tardes y noches de trabajo, esperando que cada canción se convierta en un nuevo pedazo, haga parte de otro fragmento de mi historia, de esa que construyo todos los días esquivando a la buena mujer y dejando llegar a una más afín a mis sueños... entre ranchera y ranchera se me va ambientando la nueva vida

Cómplice, aquí va la otra ;)

https://www.youtube.com/watch?v=wuEO77NZnP4

domingo, 30 de marzo de 2014

I. la renuncia a la auto-flagelación sistemática (a mis amigas, con las que nos fuimos enseñando a ser y soñar)

No tengo un recuerdo temporal nítido de cuándo me hice feminista, o para ser más precisa, de cuánto tiempo ha pasado desde que decidí hacer de esa palabra un lugar de reflexión vital. Creo que es difícil fijar una especie de "fecha de ingreso", porque pasa mucho tiempo hasta que te percatas de tu adentro feminista: un día ciertos inamovibles empiezan a dejar de serlo, lo que "por naturaleza" te hacía sumisa, callada, obediente, tranquila [o debía hacerte así, aunque no lo fueras] te deja de parecer natural. Después te niegas a que la resignación sea el camino... y ahí empezó todo, no sabes cuándo...

No existe un feminismo, existen muchos: el mío  ha cambiado en la medida en que mastico mis reflexiones, en que estas me dan calma o me indigestan [vaya que por días me indigestan]. Aunque desde el inicio este andar ha estado acompañado de otras, se ha alimentado de tantas otras, desde hace algunos meses esta compañía y reflexividad conjunta me han invadido, para fortuna mía: cada una de ellas sabe a quiénes me refiero. Juntas hemos llegado, entre otras, a esta conclusión: una de las principales ganancias del patriarcado, como sistema, es la de hacer de ti tu peor enemiga.

Esa dificultad de relacionarse con las otras, con tus pares, por esa rivalidad interiorizada, no parte de otra cosa que de la imposibilidad de relacionarse consigo misma. La duda sistemática sobre cada una es el ente constitutivo de esa feminidad [auto] impuesta, de estar tan enfermas de género. No me refiero a ese principio que bien ha acompañado las luchas de tantas mujeres, feministas o no, que les ha permitido estar atentas a todos aquellos obstáculos/trampa que ayudan a mantener el status quo. No. Me refiero a esa que se convierte en verdugo, esa que impide poner límites de protección, tomar decisiones inamovibles de auto-cuidado, porque siempre, de la primera que se supone que hay que dudar, es de una misma. Y es en ese espacio es en el que aparecen peligrosos discursos: porque es válido desconfiar sistemáticamente de todas tus emociones y percepciones, en tanto que históricamente has sido "loca", "histérica", "extremadamente emotiva", pero no te permiten dudar ni por un solo instante de esos impulsos a través de los que les entregas tu vida a otros, a través de los que le delegas tu "bienestar" a la presencia de otros. 

En eso nos la pasamos: delegando a otros y otras el principio del bienestar propio, huyendo de nosotras mismas. Porque para mí la feminidad ha sido la historia de la huida. Huir de sí, de su placer, temer a la soledad y al encuentro consigo misma, dudar de lo que se ha aprendido, del camino andado, de lo que se siente, de lo que se hace y se produce, de la palabra propia. Pero no dudar de supuestas sensaciones "inexplicables", "incontrolables", "irracionales", las versiones de locura admitidas por la sociedad: no te encierran por "estar enamorada sin medida", "dar todo de ti", tener una extraña manía de cuidar sin cuidarse u odiar a la otra. 

Porque la dificultad de esta, como la de otras tantas luchas, es que es de doble vía: contigo y con quienes se resisten a que te salgas de lo establecido. Porque de lo que nos han alienado es de nuestra propia vida, y sabiendo que tantas lo arriesgaron todo por recuperarla, vale la pena luchar. Es aquí donde quisiera emplear las palabras de otras, intentando perfilar una de las tantas definiciones de las que parte mi feminismo [me aprovecho de la cita que otrora usara una buena amiga]:

"Toda mujer que pierde el miedo a cruzar la puerta de otros paraísos sabiendo que para volver a la inevitable tierra de todos hay que ser valiente, es una mujer feminista. Aunque no se considere una militante, aunque no pregone su filiación, es una feminista (...) Aprender a mirar el mundo con generosidad y alegría es un sueño cuya ambición vale la pena. Un sueño y un privilegio que yo asocio mil veces en mi vida diaria a la benéfica aparición de las ideas, los sueños y desafueros del feminismo. Vivimos en un mundo casi siempre más dispuesto a fomentar la desesperanza y el tedio que la paz interior, la serenidad y la precisa pasión por aquello que nos deslumbra. De ahí que me parezca un prodigio haber dado con una teoría dispuesta a cultivar en las mujeres el impulso de abrir los ojos y las manos a la maravilla diaria que puede ser la vida. La vida que se sabe riesgosa y ardua, pero propia" [Ángeles Mastretta. El Cielo de los leones]. 


Y aquí suelto mis amarras

Para perderle el miedo a este nuevo espacio de escritura empiezo por apropiarme de los trozos de inspiración de otras. Citando a Clarice Lispector (mi obsesión literaria por estos días) y su "Soplo de vida", inauguro este  lugar: "Pues también yo suelto mis amarras: mato lo que me perturba, y lo bueno y lo malo me perturban y voy definitivamente al encuentro de un mundo que está dentro de mí, yo que escribo para librarme de la difícil carga de que una persona sea ella misma"