Ambas teníamos catorce años. Siempre
la admiré [la admiro]. Frentera, “sin pelos en la lengua”, con la fuerza
suficiente para ir en contravía de esas imposiciones familiares con las que se
pretendía hacer de nosotras “niñas buenas”, “de mostrar”, sexualmente pudorosas
y obedientes. A ella ese papel no le quedaba. Como dignas hijas de la clase
media [medio venida a menos], se esperaba de nosotras casi lo mismo que de nuestras abuelas, pero un
poquito después, con título universitario y menos prole.
No importa cuánto se empeñen
nuestras familias en decir lo contrario [con el pasar de los años se les nota
menos el empeño]: Estábamos siendo preparadas para ser esposas dignas, que debían
pasar por noviazgos provincianos respetables, bajo la supervisión familiar y
social. Así las cosas, andaríamos con adolescentes enclenques u hombres solo un
poco mayores que nosotras, lo suficientemente adecuados a los ojos de nuestras
familias como para asistir a nuestras ridículas fiestas de quince. Ni llegar a
pensar en que nuestro gusto se “desviara” de los muchachitos.
Pues bien, ella decidió que ese
no era su estilo, así que a los catorce me contó con “pelos y señales” sus
primeros encuentros sexuales con uno de esos adolescentes enclenques. No
obstante, la “valentía” no compensa la carga de la desinformación, las
acuciosas censuras y los contradictorios mensajes cotidianos. No habían pasado
tres meses cuando un día me llamó: “Maria, no me llega… ya van veinte días y no
me llega”. Yo igual de desinformada y siempre más asustadiza, ni siquiera supe
que decirle.
Por fortuna siempre en "el
combo" hay otras con un poco más de información [obtenida a medias], a la que se
le da uso cuando no hay más remedio. Ella misma, con mi compañía telefónica,
que de poco o nada servía, lo fue resolviendo. Ahora sé que las “pepas” esas
carísimas de “cytotec” que nos demandaron varias llamadas ideándonos de dónde
sacar para comprarlas, no son otra cosa que misoprostol, uno de los
medicamentos de mayor empleo para llevar a cabo interrupciones seguras antes de
la semana doce. Estábamos muertas del miedo y la incertidumbre. Le agradezco a su amiga que no se le hubiese ocurrido llevarla a
cualquier “runcho” con sillas de heladería de tierra caliente, en el que vaya a
saber en manos de quién y cómo se hiciera un legrado, o que quizás se hubiese
inventado su propio método. Otra habría sido la historia.
Otra habría sido también la historia
si hubiese estado en el porcentaje de complicaciones de las interrupciones con pastillas.
¿A quién le habría preguntado?, ¿a mí?, ¿la habría ayudado su medio informada
amiga?, ¿el miedo la habría dejado ir a cualquier centro de salud a terminar lo
mal empezado? También el rumbo hubiese sido otro de no haber podido hacerlo.
Aquí intervendrá con tono aleccionador algún lector “pues hay muchas que asumen
con valentía esa nueva vida y salen adelante”. Las admiro y felicito, este no
era el caso y no tenía por qué serlo. Aun hoy, once años después, mi amiga no
se imagina madre y nadie tiene por qué asumir lo que no quiere. Estoy segura de
que otra sería la historia de esta tierra de estar habitada por seres producto
del pleno deseo y la determinación.
Uno no se va a abortar dando
brincos sonrientes. Incluso aquella cuya personalidad llegue a coincidir con la
actitud estoica que muchos atribuyen a las “pecaminosas irresponsables” que
abortamos, se retuerce del cólico que produce el misoprostol, o del dolor
físico y la temerosa sensación de estar en quirófano, improvisado o no,
haciéndose un legrado. Y ni hablar de la soledad con la que se asumen esos
escenarios secretos a mil voces, que solo pasan por nuestros cuerpos de
mujeres, por más “acompañadas” que podamos estar.
Historias hay muchas, la que me
atrevo a contar es a mil leguas una de las más afortunadas, ¿acaso todas las "peladitas" de 14 años obtienen con facilidad la plata del misoprostol y la
información adecuada?, ¿acaso todas lo han hecho con el adolescente enclenque?
No, también están las que sobreviven a experiencias de violencia y ultrajo, muchas
veces infligidas por machos con sus mismos genes, que lo último que quisieran
es asumir una maternidad forzada por esta situación. También están las que
después de una determinación planeada y deseosa reciben la noticia de que ese ser que esperan tiene malformaciones incompatibles con la vida extrauterina,
o pone en grave riesgo su salud.
También están las que cayeron en
el margen de falla de la píldora, la inyección, el DIU, se les rompió el condón
o “la cagaron”, como la “cagan” los machos a los que poco "les caen" cuando salen
corriendo. Como “la cagan” los hijos sanos del patriarcado que creen que
nuestros cuerpos les pertenecen y que frente a su violencia no nos queda más
que la “resignación”. Como “la cagan” las familias y la sociedad creyendo que
las ganas se matan con refranes pacatos, información a medias y prohibiciones
ridículas. Como “la caga” cada funcionario o funcionaria de un servicio de
salud que desconoce el significado del término “laico” y las implicaciones de
trabajar para un Estado que se supone que lo es.
A mí lo último que me interesa
entrar a cuestionar es el deseo o las creencias de otras mujeres. En otros
episodios de mi vida también he estado ahí para amigas, primas y casi hermanas que
han decidido continuar con un embarazo. He celebrado la vida deseada o asumida,
he acompañado los miedos, los cambios o incluso el dolor… y también la
felicidad. Mi postura frente al aborto está lejos de ser una diatriba en contra
de la maternidad: es una postura férrea en contra de que nos la impongan, de
que nos arrebaten nuestra capacidad de decidir sobre nuestros cuerpos y
existencia, de que se nieguen a entender que somos mucho más que máquinas
productoras de fetos y niños, proveedoras sempiternas de cuidado y de trabajo
mal remunerado o sin pago.
Nunca estaría dispuesta a
cuestionar la decisión de aquella que basada en sus creencias se niegue a un
procedimiento para interrumpir un embarazo. Tampoco de la que presa del miedo
decida darle continuidad. Mucho menos de la que en el camino lo contempló como
una opción feliz y viable, sin importar la situación. Me aterra que este mundo exija algo a la que se ve conminada a abortar para no ser despedida de su trabajo. Yo no tengo una religión
y no tengo por qué acogerme a las ajenas. Espero entonces que no se cuestionen
mis decisiones y que no se limite la posibilidad de otras para decidir y poder
hacerlo con una oferta segura y respetuosa. Porque el dilema de la vida no se
reduce a si parimos o no, sino a las condiciones que nos da el mundo para vivir
con dignidad y disfrute.
Por fortuna nunca he tenido que
enfrentarme a una fila o trámites innecesarios en una EPS para autorizar píldoras
o cualquier otro método que por demás me genere mareos, jaquecas, cambios en mi
cuerpo. Puedo comprar condones a mi antojo y estar en posición de decidir
cuándo exijo su uso (o los uso). Si algo
me fallara o yo “la cagara”, y así lo decidiera, tendría dónde y cómo abortar de
manera segura y “discreta” [aunque la discreción sea lo que menos me importe].
Bastarían unos 400.000 pesos, la compañía de alguna amiga, familiar o pareja y
unos días de reposo. Lo que pasa es que en este país no todas tienen ese
privilegio. ¿Cuáles son las vidas que
nos importan entonces? Que no nos exija nada un mundo que nos asesina y nos deja morir por el hecho de ser mujeres.